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NOTAS

Más allá de la emancipación
Más allá de la emancipación
Más allá de la emancipación (Ernesto Laclau, Emancipación y diferencia, Argentina, Editora Espasa Calpe, , 1996.) Veo a la "emancipación" -una noción que ha sido por siglos parte de nuestro imaginario político y a cuya desintegración estamos asistiendo actualmente- como organizada en torno a seis distintas dimensiones. La primera es la que podríamos denominar dimensión dicotómica: entre el momento emancipatorio y el orden social que lo ha precedido hay una censura absoluta, una discontinuidad radical. La se a puede ser considerada como dimensión totalizante: la emancipación afecta todas las áreas de la vida social y hay una relación de imbricación esencial entre los contenidos de estas diferentes áreas. Podemos referirnos a la tercera como dimensión de transparencia: si la alienación en sus varios aspectos -religiosos, políticos, económicos, etc.- ha sido radicalmente erradicada, sólo resta la absoluta coincidencia de la esencia humana consigo misma y no hay lugar para ninguna relación ya sea de poder o de representación. La emancipación presupone la eliminación del poder, la abolición de la distinción sujeto/objeto y la gestión de los asuntos comunitarios -sin ninguna opacidad o mediación- por parte de agentes sociales identificados con el punto de vista de la totalidad social. Es en este sentido que en el marxismo, por ejemplo, comunismo y extinción del Estado se implican mutuamente. Una cuarta dimensión es la preexistencia de lo que debe ser emancipado respecto al acto emancipatorio. No hay emancipación sin opresión, y no hay opresión sin la presencia de algo cuyo libre desarrollo es coartado por las fuerzas opresivas. En quinto lugar podemos hablar de una dimensión de fundamento que es inherente a todo proyecto de emancipación radical. Si el acto emancipatorio es verdaderamente radical, si va a dejar realmente atrás todo lo que lo precede, tiene que tener lugar al nivel del "fundamento" de lo social. Si no hubiera fundamento, si el acto revolucionario dejara un residuo que está más allá de la capacidad de transformación de la praxis emancipatoria, la idea misma de una emancipación radical pasaría a ser contradictoria. Finalmente, podemos hablar de una dimensión racionalista. Este es el punto en el que los discursos emancipatorios de las escatologías secularizadas se separan de las escatologías religiosas. Para las escatologías religiosas, la absorción de lo real dentro de un sistema total de representación no requiere la racionalidad de este último: es suficiente que los designios inescrutables de Dios nos hayan sido trasmitidos por revelación. Pero en una escatología secular esto no es posible. Como la idea de una absoluta representabilidad de lo real no puede apelar a nada externo a lo real mismo, sólo puede coincidir con el principio de una absoluta racionalidad. De tal modo, la emancipación plena es simplemente el momento en que lo real cesa de ser una positividad opaca que nos enfrenta, y en que su distancia respecto a lo racional es finalmente eliminada. ¿En qué medida estas seis dimensiones constituyen un todo lógicamente unificado? ¿Forman ellas una estructura coherente? Intentaré mostrar que éste no es el caso, y que la clásica noción de emancipación, en sus diversas variantes, ha implicado la afirmación de postulados incompatibles. Esto no debe conducirnos, sin embargo, a un simple abandono de la lógica de la emancipación. Es, por el contrario, moviéndonos dentro de ese sistema de incompatibilidades lógicas, que podemos abrir un camino que nos conduzca a nuevos discursos de liberación que no presenten las antinomias y los callejones sin salida a que la noción clásica de emancipación ha conducido. Comencemos con la dimensión dicotómica. La dicotomía que encaramos es de un tipo muy especial. No es la simple diferencia entre dos elementos o estadios que coexisten contemporánea o sucesivamente y que de tal modo contribuyen a la constitución de la identidad diferencial de cada uno de ellos. Si estamos hablando de una verdadera emancipación, el "otro" que se opone a la identidad emancipada no puede ser un otro puramente positivo o neutral sino, por el contrario, un "otro" que impide la plena constitución de la identidad del primer elemento. En tal caso, la dicotomía implicada por el acto emancipatorio está en una relación de solidaridad lógica con nuestra cuarta dimensión -la preexistencia de la identidad que debe ser emancipada respecto al acto emancipatorio. Es fácil ver por qué: sin esta preexistencia no habría identidad a reprimir o a coartar en su libre desarrollo, y la misma noción de emancipación carecería de sentido. Ahora bien, una conclusión inevitable se sigue de esto: una real emancipación requiere un verdadero "otro" -es decir, un "otro" que no pueda ser reducido a ninguna de las figuras de lo "mismo". Pero, en tal caso, entre la identidad a ser emancipada y el "otro" que se le opone, no puede haber ninguna objetividad positiva subyacente que constituya la identidad de los dos polos de la dicotomía. Una simple consideración puede ayudar a aclarar este punto. Supongamos por un momento que hay un proceso objetivo más profundo que da su sentido a ambos polos de la dicotomía. En tal caso, la separación que constituye la dicotomía pierde su carácter radical. Si la dicotomía no es constitutiva sino que es la expresión de un proceso positivo, el "otro" no puede ser un verdadero otro: dado que la dicotomía se funda en una necesidad objetiva, la dimensión oposicional es también necesaria, y en tal sentido es parte de la identidad de las dos fuerzas que se confrontan. La percepción del otro como radicalmente otro sólo puede ser una cuestión de apariencia. Si una piedra se quiebra cuando choca con otra, sería absurdo decir que la segunda piedra niega la identidad de la primera -por el contrario, quebrarse en ciertas circunstancias expresa tanto la identidad de la piedra como permanecer inalterada si las circunstancias son diferentes. La característica de un proceso objetivo es que él reduce a su propia lógica la totalidad de sus momentos constitutivos. El "otro" sólo puede ser el resultado de una diferenciación interna de lo "idéntico" y, como tal, está enteramente subordinado a este último. Pero ésta no es la alteridad que la división del acto emancipatorio requiere. No habría ruptura, no habría verdadera emancipación si el acto constitutivo de esta última fuera tan sólo el resultado de la diferenciación interna de un sistema opresivo. Esto puede expresarse de un modo ligeramente diferente diciendo que si hay verdadera emancipación ella será incompatible con todo tipo de explicación "objetiva". Podemos sin duda explicar un conjunto de circunstancias que hicieron posible la emergencia de un sistema opresivo. Podemos también explicar cómo fuerzas antagónicas a ese sistema se constituyeron y evolucionaron. Pero el momento estricto de la confrontación entre ambas, si el corte es radical, será refractario a cualquier tipo de explicación objetiva. Entre dos discursos incompatibles, en los que cada uno de ellos constituye un polo del antagonismo que los separa, no hay medida común y el momento estricto de la oposición entre ellos no puede explicarse en términos objetivos. A menos, desde luego, que el momento antagónico sea una pura cuestión de apariencias y que el conflicto entre fuerzas sociales sea asimilado a un proceso natural, como en el choque de las dos piedras. Pero, según dijimos, esto es incompatible con la alteridad requerida por el acto fundante de la emancipación. Ahora bien, si la dimensión dicotómica requiere la radical alteridad de un pasado que debe ser eliminado, esta dimensión es incompatible con la mayoría de las otras que hemos presentado como siendo constitutivas de la noción clásica de emancipación. En primer lugar, radicalismo dicotómico y fundamento radical son incompatibles. Como hemos visto, la irreductible alteridad del sistema opresivo que es rechazado, es la condición del corte radical que la lógica emancipatoria requiere. Pero, en tal caso, no puede haber un único fundamento que explique a la vez el orden que es rechazado y el orden que la emancipación inaugura. La alternativa es clara: o bien la emancipación es radical, y en tal caso tiene que ser su propio fundamento y reducir lo que excluye a la radical alteridad constituida por el mal o la irracionalidad, o bien hay un fundamento más profundo que establece las conexiones racionales entre el orden preemancipatorio, el nuevo orden "emancipado" y la transición entre los dos -en cuyo caso la emancipación no puede ser considerada como un acto de institución radical. Los filósofos del Iluminismo eran perfectamente consecuentes cuando afirmaban que si una sociedad racional había de ser un orden pleno resultante de un corte radical con el pasado, cualquier organización previa a tal corte sólo podía ser concebida como el producto de la ignorancia y la locura de los hombres, lo que la privaba de toda racionalidad. La dificultad, sin embargo, es que si el acto instituyente de una sociedad plenamente racional es concebido como la victoria sobre las fuerzas irracionales del pasado -fuerzas que no guardan ninguna medida con el nuevo orden social victorioso- el acto instituyente en cuanto tal no puede ser racional sino que depende de una relación de poder. En tal caso, el orden social resultante de la emancipación pasa también a ser puramente contingente y no puede ser considerado como la liberación de ninguna auténtica esencia humana. Estamos en el mismo dilema que antes: si queremos afirmar la racionalidad y permanencia del nuevo orden social que estamos estableciendo, tenemos que extender esa racionalidad al propio acto instituyente y, como consecuencia, al orden social que ha sido derribado -pero en tal caso la radicalidad de la dimensión dicotómica desaparece. Si, por el contrario, afirmamos esta última radicalidad, tanto el acto instituyente como el orden social resultante de él pasan a ser enteramente contingentes; es decir, que se han creado las condiciones para un exterior estructural permanente y lo que entonces desaparece es la dimensión de fundamento de la noción clásica de emancipación. Esta incompatibilidad, en el interior del discurso de la emancipación, entre la dimensión dicotómica y la dimensión de fundamento, crea dos matrices fundamentales en torno a las cuales se organizan todas las otras dimensiones. Como hemos visto, la preexistencia del oprimido respecto a la fuerza opresora es un corolario de la radicalidad del corte requerido por la dimensión dicotómica; si el oprimido no preexistiera al orden opresivo, sería un efecto de este último, y en tal caso el corte no sería constitutivo. (Una cuestión diferente es si el corte no es representado por el oprimido a través de formas de identificación que presuponen la presencia del opresor. Volveremos más adelante sobre este punto.) Pero todas las otras dimensiones requieren lógicamente la presencia de un fundamento positivo y son, en consecuencia, incompatibles con la constitutividad del corte requerido por la dimensión dicotómica. La totalización sería imposible a menos que un fundamento positivo de lo social unificara, en un conjunto autosuficiente, la multiplicidad de sus aspectos parciales, incluyendo a los antagonismos y a las dicotomías. Pero en tal caso el corte tiene que ser interno al orden social y no la línea divisoria que separa a este último de algo exterior a sí mismo. La transparencia requiere plena representabilidad, y no hay posibilidad de lograrla si la opacidad inherente a la alteridad radical es constitutiva de las relaciones sociales. Finalmente, como hemos visto, plena representabilidad es equivalente, en las escatologías secularizadas, a conocimiento pleno -entendido como total reducción de lo real a lo racional- y esto sólo puede lograrse si lo "otro" es reducido a lo "mismo". De tal modo, vemos que los discursos emancipatorios se han constituido históricamente a través de la asimilación de dos líneas de pensamiento incompatibles: una que presupone la objetividad y plena representabilidad de lo social; la otra, cuya validez depende de mostrar que hay un corte que hace que toda objetividad social sea, en la última instancia, imposible. El punto importante es, sin embargo, que estas dos líneas opuestas de pensamiento no se fundan en simples errores analíticos, de modo tal que pudiéramos elegir entre una u otra y formular un discurso emancipatorio que estuviera libre de incoherencias lógicas. La cuestión es mucho más complicada, porque las dos líneas de pensamiento son igualmente necesarias para la producción de un discurso emancipatorio. Es sólo afirmando la validez de ambas que un discurso emancipatorio puede tener sentido. La emancipación significa, al mismo tiempo, fundación radical y radical exclusión; es decir, que ella postula, al mismo tiempo, un fundamento de lo social y su imposibilidad. Es necesario que una sociedad emancipada sea plenamente transparente a sí misma y, al mismo tiempo, que esa transparencia se constituya a través de excluir una opacidad esencial, de lo que resulta que la línea de exclusión no puede ser pensada del lado de la transparencia y que la transparencia misma pasa a ser opacidad. Es necesario que la sociedad racional sea una totalidad autorreferida, que subordine a sí misma la totalidad de sus procesos parciales; pero os límites de esta configuración totalizante -sin los cuales no habría configuración en absoluto- sólo pueden ser establecidos diferenciando a esta última de un exterior que es irracional y sin forma. Debemos concluir que las dos líneas de pensamiento son lógicamente incompatibles y que, sin embargo, se requieren mutuamente: las dos deben estar presentes para que la noción de emancipación no se desintegre. ¿Qué se sigue, sin embargo, de esta incompatibilidad lógica? ¿En qué medida la noción de emancipación se desintegra como resultado de ella? Resulta claro que sólo se desintegra en un terreno lógico, pero no se sigue en absoluto que esto sea suficiente para poner en cuestión su operatividad social -a menos, desde luego, que adoptáramos la hipótesis absurda de que el terreno social está estructurado como un terreno lógico y que proposiciones contradictorias no pueden tener efectividad social. Debemos, en este punto, distinguir con cuidado dos afirmaciones muy distintas. La primera es que el principio de contradicción no se aplica a la sociedad y que, en consecuencia, alguien puede estar y a la vez no estar en el mismo lugar, o que un documento legislativo ha sido promulgado y a la vez no promulgado, etc. No creo que haya nadie tan osado como para formular este tipo de proposición. Pero una proposición completamente diferente es la afirmación de que las prácticas sociales construyen conceptos e instituciones cuyas lógicas intrínsecas se basan en la operación de incompatibilidades lógicas. Y aquí no hay, obviamente, ninguna negación del principio de contradicción, ya que decir lo contrario sería afirmar que es lógicamente contradictorio sostener proposiciones contradictorias, lo que ciertamente no es el caso. Ahora bien, si la operación de lógicas contradictorias puede perfectamente bien estar a la base de muchas instituciones y prácticas sociales, el problema que surge es el de los límites de esta operación. ¿Podría ser el caso que lógicas incompatibles operan en el interior de la sociedad pero no pueden ser extendidas a la sociedad en su conjunto; es decir, que formular proposiciones contradictorias en ciertas circunstancias es un requerimiento lógico para que la sociedad en su conjunto no sea contradictoria? Aquí estaríamos cerca de la astucia hegeliana de la razón. Pero está claro que en este caso estaríamos considerando una hipótesis ontológica y no un requerimiento lógico. Y esta hipótesis ontológica no es otra cosa que una reformulación de la "dimensión de fundamento" que ya hemos discutido. ¿Pero qué podemos decir de la hipótesis como tal? ¿Es ella lógicamente impecable y nuestra única tarea es determinar si ella es correcta o incorrecta? Evidentemente no, porque todo lo que hemos dicho acerca de la lógica del fundamento y sus dimensiones concomitantes -transparencia, totalización, etc.- se aplica aquí plenamente. La transparencia, como hemos visto, se constituye como terreno a través de la exclusión de la opacidad. ¿Pero qué podemos decir del acto de exclusión en cuanto tal, de la diferencia constitutiva entre transparencia y opacidad: es ella transparente u opaca? Está claro que la alternativa es indecidible, y que los dos movimientos lógicos que son igualmente posibles -hacer lo opaco transparente o hacer lo transparente opaco- desdibujan la nitidez de la alternativa. Toda esta digresión acerca del status de las contradicciones lógicas en la sociedad es importante para tornarnos conscientes de dos aspectos que es necesario tener en cuenta cuando nos referimos a los juegos del lenguaje que resultan posibles dentro de la lógica de la emancipación. El primero es que si el término "emancipación" puede seguir teniendo sentido, es imposible renunciar a ninguna de sus dos dimensiones incompatibles. Tenemos, por el contrario, que hacer operar una contra la otra en formas que tenemos que especificar. El segundo aspecto es que este requerimiento doble y contradictorio no es algo que simplemente debemos aceptar si la emancipación habrá de mantenerse como término político relevante. Si este fuera todo el problema, podríamos evitarlo negando que la emancipación sea un concepto válido y afirmando la validez de una u otra de las dos lógicas consideradas separadamente. Pero esto es precisamente lo que no es posible: nuestro análisis nos ha llevado a la conclusión de que son las dimensiones contradictorias como tales las que requieren la presencia y al mismo tiempo la exclusión de cada una de ellas: cada una es a la vez la condición de posibilidad y la condición de imposibilidad de la otra. Es decir, que no nos enfrentamos simplemente con una incompatibilidad lógica sino con una real indecidibilidad entre las dos dimensiones. Esto ya nos indica de qué modo debemos acercarnos a la lógica de la emancipación: observando los efectos que se siguen de la subversión de cada uno de sus lados incompatibles por parte del otro. La posibilidad misma de este análisis resulta de lo que dijéramos antes: que la operación social de dos lógicas incompatibles no resulta en la anulación pura y simple de sus efectos respectivos sino en un conjunto específico de deformaciones mutuas. Esto es precisamente lo que entendemos por subversión. Es como si cada una de estas dos lógicas incompatibles presupusiera una plena operación que la otra está negando, y que esta negación condujera a una serie ordenada de efectos subversivos sobre la estructura interna de ambas. Está claro que al analizar estos efectos subversivos no estamos asistiendo a la emergencia de algo totalmente nuevo que deja a ambas lógicas atrás, sino a un movimiento ordenado de deriva respecto a lo que hubiera sido, en ausencia de esos efectos, una operación sin trabas. Antes de describir el módulo general de este movimiento de deriva debemos considerar, sin embargo, cómo los discursos emancipatorios clásicos encararon la incompatibilidad entre nuestras dos dimensiones básicas -incompatibilidad que, ciertamente, no pasó inadvertida. Fue con el cristianismo que emergió, por primera vez, un discurso de emancipación radical, y su forma específica fue la salvación. Con elementos parcialmente heredados de la apocalíptica judía, el cristianismo había de presentar la imagen de una humanidad -o poshumanidad- futura de la que el mal habría sido radicalmente erradicado. Tanto la dimensión dicotómica como la de fundamento están aquí presentes: la historia universal es la lucha permanente entre los santos y las fuerzas del mal, y no hay terreno común entre ellos; la sociedad futura será una sociedad perfecta, sin divisiones internas, sin ninguna opacidad o alienación; las varias alternativas en la lucha contra las fuerzas del mal y el triunfo final de Dios nos son asequibles a través de la revelación. En el interior de este cuadro totalizante vemos la emergencia, sin embargo, de una dificultad que no es sino el reconocimiento teológico de la incompatibilidad de nuestras dos dimensiones. Dios es todopoderoso y, al mismo tiempo, absoluta bondad, el creador ex nihilo de todo lo que existe y el fundamento y fuente absoluta de todos los seres creados. En tal caso ¿cómo explicamos la presencia del mal en el mundo? La alternativa es clara: o bien Dios es todopoderoso y la fuente de todo lo que existe y en tal caso no puede ser absoluta bondad porque es responsable de la presencia del mal en el mundo-; o no es responsable por esta última, y en tal caso no es todopoderoso. Vemos aquí emerger el mismo problema que nos habíamos planteado en términos no teológicos: o bien la dicotomía que separa al bien del mal es radical, sin fundamento común entre sus dos polos; o existe un tal fundamento, en cuyo caso la oposición entre el bien y el mal se desdibuja. El pensamiento cristiano, confrontado con esta alternativa, osciló entre afirmar que los designios de Dios son inescrutables -lo que equivale a dejar de lado, sin solución, el problema- e intentar una solución, que si iba a ser mínimamente coherente sólo podía mantener la imagen de Dios como fuente absoluta afirmando al mismo tiempo, de una manera u otra, el carácter necesario del mal. Erígena, al afirmar durante el renacimiento carolingio que Dios alcanza su perfección a través de fases de transición necesarias que implican la finitud, la contingencia y el mal, comenzó una tradición que, pasando por el misticismo nórdico, Nicolás de Cusa y Spinoza, alcanzaría su punto más alto en Hegel y Marx. La visión cristiana de la historia debió enfrentarse también con otro problema -esta vez sin contradicción- que es el de la inconmensurabilidad existente entre la universalidad de las tareas a realizar y la limitación de los agentes finitos que deben llevarlas a cabo. La categoría de "encarnación" fue elaborada para mediar entre estas dos realidades inconmensurables. El paradigma de toda encarnación es, desde luego, el advenimiento del propio Cristo, pero cada uno de los momentos de esta historia universal está marcado por intervenciones divinas a través de las cuales cuerpos finitos tienen que asumir tareas universales que no estaban en absoluto predeterminadas por su finitud concreta. La dialéctica de la encarnación presupone la distancia infinita entre el cuerpo encarnante y la tarea encarnada. Es sólo la mediación divina la que establece un puente entre las dos, por motivos que escapan a la razón humana. Volviendo a nuestras varias dimensiones de la emancipación, podemos decir que en el discurso cristiano la transparencia es asegurada al nivel de la representación pero no al nivel del conocimiento. La revelación nos da una representación de la totalidad de la historia, pero la racionalidad que se expresa a través de esa historia nos escapará por siempre. Por eso es que la dimensión racionalista tenía que estar ausente de las versiones teológicas de la salvación. Es este hiato entre representación y racionalidad el que las modernas escatologías intentaran colmar. Puesto que Dios ya no está en el centro de la escena para garantizar una representabilidad completa, el fundamento tiene que mostrar su capacidad totalizante sin apelar a una distancia infinita respecto a lo que él abarca. Es decir, que una representación total sólo es posible como total racionalidad. La primera consecuencia en este giro moderno es que el movimiento insinuado en las versiones panteístas o semipanteístas del cristianismo, es llevado ahora hasta sus conclusiones lógicas. Si hay un fundamento a partir del cual la historia humana se muestra como siendo puramente racional -y, en consecuencia, como pura autotransparencia-, el mal, la opacidad, la alienación, sólo pueden ser el resultado de representaciones parciales y distorsionadas. Cuanto más se impone la dimensión de fundamento, tanto más la irrecuperable alteridad del corte inherente a la dimensión dicotómica tendrá que ser desechado como "falsa conciencia". Hemos mencionado anteriormente la "astucia de la razón" en Hegel, pero las versiones marxistas del mismo principio no son muy diferentes. Es suficiente recordar la descripción de la emergencia y desarrollo de las sociedades antagónicas: el comunismo primitivo tenía que desintegrarse a los efectos de desarrollar las fuerzas productivas de la humanidad, el desarrollo de estas últimas requería, como condición histórica y lógica el pasaje a través del infierno de los sucesivos regímenes de explotación; y es sólo al final del proceso, cuando la historia llega a la cumbre de un nuevo comunismo que representa un nuevo punto en el desarrollo de las fuerzas productivas, que se muestra final- mente el sentido y la racionalidad de todo el sufrimiento anterior. Visto desde el punto de mira de la historia universal, todo -la esclavitud, el oscurantismo, el terrorismo, la explotación, Auschwitz- revela su sustancia racional. El rechazo radical, el antagonismo, las incompatibilidades éticas, en suma: todo aquello ligado a la dimensión dicotómica, pertenece al reino de las superestructuras, al modo en que los actores sociales viven (de modo distorsionado) sus relaciones con sus condiciones reales. Como se afirmó en un texto famoso: Al cambiar la base económica, se revoluciona, más o menos rápidamente, todo el inmenso edificio erigido sobre ella. Cuando se estudian las revoluciones, hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de ese conflicto y luchan por resolverlo, y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de revolución por su conciencia, sino que, por el contrario, hay que explicarse esa conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. De tal modo, la dimensión dicotómica pasa a ser, en esta lectura, una "superestructura" de la dimensión de fundamento, y la emancipación se torna un mero ornamento retórico de un proceso sustantivo que debe ser entendido en términos totalmente diferentes. Como resultado de esto, el segundo requerimiento lógico de este giro esencialista es que debemos desechar enteramente la dialéctica de la encarnación. Como hemos visto, la encarnación requiere la conexión entre dos elementos a través de un tercero externo a ambos, de modo tal que hay una distancia insalvable entre los primeros dos elementos si ellos son librados a sí mismos. La encarnación era posible en la medida en que Dios era parte del explanans, pero si él desaparece del horizonte explicativo, la conexión entre la universalidad encarnada y el cuerpo encarnante resulta imposible. Es decir, una escatología plenamente racionalista y secular tiene que mostrar la posibilidad de un actor universal que está más allá de la contradicción entre particularidad y universalidad, o más bien, uno cuya particularidad expresa de modo directo, sin ningún sistema de mediaciones, la esencia humana pura y universal. Este actor es para Marx el proletariado, cuya particularidad expresa lo universal en forma tan directa, que su advenimiento es concebido como el fin de la necesidad de todo proceso de representación. Ninguna encarnación puede tener aquí lugar. Pero si miramos la cuestión más de cerca veremos que este actor, que es presentado como el único que puede llevar a cabo un verdadero proceso de emancipación, es precisamente aquél para quien la emancipación ha pasado a ser un término sin sentido. ¿Cómo construimos la identidad de este actor? Como hemos visto, la identidad del agente de la emancipación tiene que ser obstaculizada en su constitución/desarrollo por la existencia de un régimen opresivo. Pero si el proceso de desintegración de este régimen y el proceso de formación del actor de la "emancipación" es el mismo, difícilmente podemos decir que él es oprimido por el mismo régimen que lo constituye. Podemos, desde luego, perfectamente bien argumentar que el proletariado es el producto del desarrollo capitalista, ya que sólo este último crea la separación entre el productor directo y la propiedad de los medios de producción, pero esto sólo explica la emergencia del proletariado como posición de sujeto particular en el seno de la sociedad capitalista, no su emergencia como sujeto emancipatorio. Para obtener a este último, necesitamos mostrar que el capitalista niega en el obrero algo que no es el mero producto del capitalismo. En nuestra terminología: necesitamos mostrar que hay una dicotomía antagónica que no es reducible a un fundamento único. Es decir, que la condición de una verdadera emancipación es, como hemos mencionado antes, una opacidad constitutiva que ningún fundamento puede erradicar. Esto significa que las dos operaciones de cierre que están a la base del discurso político de la modernidad, tienen que ser deconstruidas. Si, por un lado, la modernidad comenzó ligando de modo estricto la representabilidad al conocimiento, la opacidad constitutiva resultante de la dialéctica de la emancipación implica no sólo que la sociedad ya no es transparente al conocimiento, sino también -puesto que Dios ya no está presente para sustituir al conocimiento por la revelación- que toda representación será necesariamente parcial y tendrá lugar contra el fondo de una irrepresentabilidad esencial. Por el otro lado, esta opacidad constitutiva subvierte el terreno que había hecho posible ir más allá de la dialéctica de la encarnación, dado que ya no puede postularse una sociedad transparente en la que lo universal se mostraría a sí mismo de un modo directo y no mediado. Pero nuevamente, como Dios ya no está presente, asegurando a través de su palabra el conocimiento de un destino universal que escapa a la razón humana, la opacidad no puede tampoco conducir a una restauración de la dialéctica de la encarnación. La muerte del fundamento parece conducir a la muerte de lo universal y a la disolución de las luchas sociales en un mero particularismo. Esta es la otra dimensión de la lógica emancipatoria que antes señalamos: si la ausencia de un fundamento es la condición de la emancipación radical, la radicalidad del acto emancipatorio no puede ser concebida de otro modo que como un acto de fundación. Pareciera pues que, cualquiera sea la dirección que tomemos, la emancipación es igualmente imposible. Hesitamos, sin embargo, antes de extender un certificado de defunción. Porque, aunque hemos explorado las consecuencias lógicas que se siguen de cualquiera de las dos alternativas consideradas separadamente, no hemos aún dicho nada acerca de los efectos que podrían derivarse de la interacción social de estas dos imposibilidades simétricas. Consideremos la cuestión con cuidado. La emancipación está estrictamente ligada al destino de lo universal. Ya sea que la dimensión de fundamento prevalezca, o que la emancipación resulte de un verdadero acto de fundación radical, su presencia no puede provenir de la acción de ningún agente social particularizado. Hemos visto que estas dos dimensiones -fundamento y corte radical- son en realidad incompatibles, pero ambas alternativas requieren igualmente la presencia de lo universal. Sin la emergencia, en el terreno histórico, de lo universal, la emancipación sería imposible. En el pensamiento teológico, como hemos visto, esta presencia de lo universal estaba garantizada por la lógica de la encarnación, que mediaba entre finitud particularística y tarea universal. En las escatologías secularizadas lo universal tenía que emerger sin ningún tipo de mediación: la "clase universal" en Marx puede asumir la tarea emancipatoria porque ha pasado, precisamente, a ser pura esencia humana despojada de toda pertenencia particularística. Ahora bien, la imposibilidad lógica, en la última instancia, ya sea de un corte verdaderamente radical o de la disolución de la emancipación en alguna versión de la "astucia de la razón", pareciera destruir la posibilidad misma de todo efecto totalizante. Con esto, el único terreno en que lo universal podría emerger -es decir, la totalidad social- aparentemente ha desaparecido. ¿Significa esto que esta muerte de lo universal, con la imposibilidad, de la emancipación como su corolario necesario . nos deja en un mundo puramente particularístico, en el que los actores sociales persiguen solamente objetivos limitados? Un momento de reflexión es suficiente para mostrarnos que ésta no es una conclusión adecuada. "Particularismo" es un concepto esencialmente relacional: algo es particular en relación a otras particularidades y el conjunto de ellas presupone una totalidad social dentro de la cual todas ellas se constituyen. De modo que si lo que está en cuestión es la noción misma de totalidad social, la noción de identidades "particulares" está igualmente amenazada. La categoría de totalidad nos persigue a través de los efectos que se siguen de su propia ausencia. Esta última observación abre el camino hacia una forma de concebir la relación entre universalismo y particularismo que difiere tanto de una encarnación del uno en el otro como de la eliminación de su diferencia y que crea, en los hechos, la posibilidad de nuevos discursos de liberación. Estos van, ciertamente, más allá de la emancipación, pero se construyen mediante movimientos que tienen lugar dentro del sistema de alternativas que aquélla creara. Comencemos nuestro análisis considerando un antagonismo social cualquiera -por ejemplo, una minoría nacional que es oprimida por un Estado autoritario. Hay un corte entre ambos, y ya sabemos que en todos los cortes hay una indecidibilidad básica acerca de a cuál de los dos campos pertenece la línea que los separa. Supongamos que en un cierto momento otras fuerzas antagónicas -una invasión extranjera, la acción de fuerzas económicas hostiles, etc.- intervienen. La minoría nacional verá a todas estas fuerzas antagónicas como amenazas equivalentes a su propia identidad. Ahora bien, si hay equivalencia, esto significa que a través de las más diversas fuerzas antagónicas se expresa algo común a todas ellas. Este elemento común, sin embargo, no puede ser algo positivo, porque desde el punto de vista de sus rasgos positivos concretos cada una de estas fuerzas difiere de las otras. En consecuencia, tiene que ser algo puramente negativo: la amenaza que todas ellas plantean a la identidad nacional. La conclusión es que en una relación de equivalencia cada uno de los elementos equivalentes funciona como símbolo de la negatividad en cuanto tal, de una cierta imposibilidad universal que penetra a la identidad en cuestión. En otros términos: en una relación antagónica lo que opera como polo negativo de una cierta identidad está constitutivamente dividido. Todos sus contenidos expresan una negatividad general que los trasciende. Pero por esta razón, el polo "positivo" tampoco puede ser reducido a sus contenidos concretos: si lo que se opone a ellos es la forma universal de la negatividad como tal, estos contenidos tienen que expresar a través de su relación equivalencial la forma universal de la plenitud de la identidad. Esta división constitutiva muestra la emergencia de lo universal en el seno de lo particular. Pero muestra también que la relación entre particularidad y universalidad es esencialmente inestable e indecidible. Qué contenido particular iba a encarnar la universalidad dependía de una decisión de Dios en las escatologías cristianas y, como resultado, estaba enteramente establecido y predeterminado. Como la universalidad autotransparente era un momento en el desarrollo racional de la particularidad, qué actor particular iba a abolir su distancia respecto a lo universal, estaba igualmente fijado a priori en la visión hegeliano/marxista de la historia. Pero si lo universal resulta de una división constitutiva en la que la negación de una identidad particular transforma a esa identidad en el símbolo de la identidad y la plenitud en cuanto tales, en tal caso debemos concluir que: (1) lo universal no tiene contenido propio, sino que es una plenitud ausente o, más bien, el significante de la plenitud como tal, de la idea misma de plenitud; (2) lo universal sólo puede emer ger a partir de lo particular, ya que es sólo la negación de un contenido particular lo que transforma a ese contenido en el símbolo de una universalidad que lo trasciende (3) puesto, sin embargo, que lo universal -tomado en si mismo- es un significante vacío, qué contenido particular va a significar a aquél es algo que no puede determinarse ni por un análisis de lo particular ni por un análisis de lo universal en cuanto tales. La relación entre los dos depende del contexto del antagonismo y es, en el sentido estricto del término, una operación antagónica. Es como si la línea indecidible que separara a los dos polos de la dicotomía hubiera expandido estos efectos indecidibles al interior de los polos mismos, a la relación misma entre universalidad y particularidad. Consideremos, a la luz de estas conclusiones. qué ocurre con las seis dimensiones de la noción de emancipación de la que partiéramos. La dimensión de fundamento, según hemos visto, es incompatible con la emancipación y nos envuelve en aporías lógicas insuperables. ¿Significa, sin embargo, esto que ya no tenemos ningún "negocio" pendiente con la noción de "fundamento" y que tenemos simplemente que abandonarla? Evidentemente no, entre otras razones porque la disgregación y el particularismo, que constituyen, la única alternativa posible, presuponen, al mismo tiempo que niegan, la noción de fundamento. Es posible, sin embargo hacer de la interacción entre estas lógicas incompatibles la sede de una cierta productividad política. La particularidad rechaza y al mismo tiempo requiere la totalidad, es decir, el fundamento. Estos movimientos contradictorios se expresan en lo que hemos llamado la división constitutiva de toda identidad concreta. La totalidad es imposible y, al mismo tiempo, requerida por lo particular: en tal sentido está presente en lo particular como aquello que está ausente, como una falta constitutiva que fuerza constantemente a lo particular a ser más que él mismo, a asumir un papel universal que sólo puede ser precario y no suturado. Es por esto que podemos tener una política democrática: una sucesión de identidades particulares y finitas que intentan asumir tareas universales que las sobrepasan; pero, como resultado, no son nunca capaces de ocultar enteramente la distancia entre tarea e identidad y pueden ser siempre sustituidas por grupos alternativos. El carácter incompleto y provisional de sus contenidos políticos pertenece a la esencia de la democracia. La dimensión totalizante sigue, desde luego, el mismo camino que la dimensión de fundamento: las dos son, en realidad, la misma dimensión vista desde ángulos distintos. En lo que se refiere a la dimensión racionalista, debemos tener en cuenta que el giro secularista de la modernidad implicó a la vez la afirmación de que el sentido de la historia no es externo a la propia historia, que no hay poder sobrenatural que opere como fuente última de todo lo que existe, y la afirmación muy distinta de que esta pura sucesión mundanal de eventos es un proceso enteramente racional que los seres humanos pueden dominar intelectualmente. De este modo la razón reocupa el terreno que el cristianismo había atribuido a Dios. Pero el eclipse del fundamento despoja a la razón de sus capacidades totalizantes, y es sólo la primera afirmación (o más bien el compromiso), el carácter intramundano de toda explicación, lo que permanece. La razón es necesaria, pero es también imposible. La presencia de esta ausencia se muestra en los varios intentos de "racionalizar" al mundo que los agentes sociales finitos llevan a cabo. La precariedad y el fracaso en la última instancia (si persistimos en medir el éxito de acuerdo a un viejo patrón racionalista) son ciertamente el destino de estos intentos, pero a través de este fracaso ganamos algo quizás más precioso que la certidumbre que perdemos: una cierta libertad frente a las diversas formas de identificación, que son impotentes para aprisionarnos en el tejido de una lógica inapelable. Lo mismo se aplica a la dimensión de transparencia: la representabilidad total ya no es más una posibilidad, pero esto no significa que su necesidad haya sido erradicada. Este hiato infranqueable entre posibilidad y necesidad nos conduce de modo directo a lo que Nietzsche llamara una "guerra de interpretaciones". Si seres finitos y limitados intentan acceder al saber, a hacer el mundo transparente para ellos mismos, es imposible que esta limitación y finitud no se transmita a los productos de su actividad intelectual. En este sentido el abandono de la aspiración al saber "absoluto" tiene efectos altamente estimulantes: por un lado los seres humanos pueden reconocerse a sí mismos como los verdaderos creadores y ya no más como los receptores pasivos de una estructura predeterminada; por el otro lado, como todos los agentes sociales tienen que reconocer su finitud concreta, nadie puede aspirar a ser la verdadera conciencia del mundo. Esto abre el camino para una ilimitada interacción entre una multiplicidad de perspectivas y hace cada vez más distante la posibilidad de cualquier sueño totalitario. ¿Qué decir acerca de aquellos aspectos que son incompatibles con la dimensión de fundamento? Como hemos visto, la dimensión dicotómica presupone la localización estructural de un fundamento y, al mismo tiempo, hace a éste último impensable. Sólo si tiene lugar al nivel de un fundamento de lo social el corte que constituye la dicotomía es radical desde el punto de vista de su localización, pero la operación que la dicotomía lleva a cabo -la separación de la emancipación de un pasado totalmente exterior a ella- es lógicamente incompatible con la noción de una tal localización estructural. Pues bien, como en el caso de las otras dimensiones, algunas consecuencias positivas se siguen de este doble movimiento de autoafirmación y retiro del fundamento. La más importante es que si, por un lado, ninguna dicotomía es absoluta, no puede haber ningún acto de fundación revolucionaria total; pero si, por el otro, esta dicotomización no es el resultado de una eliminación de la alteridad radical sino, al contrario, de la imposibilidad misma de su erradicación total, dicotomías parciales y precarias tienen que ser constitutivas del tejido social. Este carácter incompleto y precario de las fronteras que constituyen la división social están a la raíz de la posibilidad, en el mundo contemporáneo, de una autonomización general de las luchas sociales -los llamados nuevos movimientos sociales- que van más allá de toda subordinación a una frontera única que sería la sola fuente de la división social. Finalmente, la preexistencia de la identidad a ser emancipada respecto a las fuerzas opresivas es también subvertida y sometida al mismo movimiento contradictorio que las otras dimensiones experimentan. En los discursos clásicos, las identidades emancipadas tenían que preexistir al acto de emancipación como consecuencia de su radical alteridad respecto a las fuerzas que se les oponían. Es verdad que esto es inevitable en toda lucha antagónica; pero si, al mismo tiempo, la dicotomización no es verdaderamente radical -y como hemos visto no lo puede ser- en tal caso la identidad de las fuerzas opresivas tiene que estar de algún modo inscrita en la identidad que busca la emancipación. Esta situación contradictoria se expresa en la indecidibilidad entre internalidad y externalidad del opresor respecto del oprimido: ser oprimido es parte de mi identidad como sujeto que lucha por su emancipación; sin la presencia del opresor mi identidad sería diferente. La constitución de esta última requiere y al mismo tiempo rechaza la presencia del otro. Las luchas sociales contemporáneas hacen plenamente visible este movimiento contradictorio que tanto el discurso de las escatologías religiosas como el de las modernas escatologías seculares habían ocultado y reprimido. Hoy comenzamos a aceptar nuestra propia finitud, con todas las posibilidades políticas que ella abre. Este es el punto en el que se muestra el potencial liberador de nuestra era posmoderna. Podríamos quizás decir que hoy estamos al fin de la emancipación y al comienzo de la libertad.
 
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