Pavese y los sacrificios humanos
Todas las novelas de Pavese giran en torno a un tema oculto, a algo no dicho que es lo que verdaderamente quiere decir y que sólo se puede decir callándolo. Alrededor se forma un tejido de signos visibles, de palabras pronunciadas: cada uno de esos signos tiene a su vez una faz secreta (un significado polivalente o incomunicable) que cuenta más que la faz evidente, pero su verdadero significado está en la relación que los vincula con lo no dicho.
La luna y las hogueras es la novela de Pavese más densa de signos emblemáticos, de motivos autobiográficos, de enunciaciones sentenciosas. Incluso demasiado: como si del característico modo de narrar pavesiano, reticente y elíptico, se desplegase de pronto esa prodigalidad de comunicación y de representación que permite al relato transformarse en novela. Pero la verdadera ambición de Pavese no estaba en ese objetivo novelesco: todo lo que nos dice converge en una sola dirección, imágenes y analogías gravitan en torno a una preocupación obsesiva: los sacrificios humanos.
No era un interés del momento. Vincular la etnología y la mitología grecorromana con su autobiografía existencial y su construcción literaria había sido el programa constante de Pavese. En la base de su dedicación a los estudios de los etnólogos estaban las sugestiones de una lectura juvenil: La rama dorada de Frazer, una obra que ya había sido fundamental para Freud, para Lawrence, para Eliot. La rama dorada es una especie de vuelta al mundo en busca de los orígenes de los sacrificios humanos y de las fiestas del fuego. Temas que volverán en las evocaciones mitológicas de los Dialoghi con Leucò [Diálogos con Leuco], cuyas páginas sobre los ritos agrícolas y sobre las muertes rituales preparan La luna y las hogueras. Con esta novela concluye la exploración de Pavese: escrita entre septiembre y noviembre de 1949, se publicó en abril de 1950, cuatro meses antes de que el autor se quitase la vida, tras recordar en una carta los sacrificios humanos de los aztecas.
En La luna y las hogueras el personaje que dice «yo» vuelve a los viñedos del país natal después de hacer fortuna en Norteamérica; lo que busca no es sólo el recuerdo o la reinserción en una sociedad o el desquite de la miseria de su juventud; quiere saber por qué un país es un país, el secreto que vincula lugares y nombres y generaciones. No por azar es un «yo» sin nombre: un niño expósito, criado por agricultores pobres para quienes trabaja como peón con un salario ínfimo, que se ha hecho hombre emigrando a Estados Unidos, donde el presente tiene menos raíces, donde todos están de paso y nadie tiene que rendir cuentas de su nombre. Ahora, de vuelta al mundo inmóvil de su tierra, quiere conocer la sustancia última de esas imágenes que son la única realidad de sí mismo.
El sombrío fondo fatalista de Pavese es ideológico sólo como punto de llegada. La zona ondulada del Bajo Piamonte donde había nacido («la Langa») es famosa no sólo por sus vinos y sus trufas, sino también por las crisis de desesperación que aquejan endémicamente a las familias paisanas. Puede decirse que no hay semana en que los diarios de Turín no den la noticia de un agricultor que se ha ahorcado o se ha arrojado al pozo o bien (como en el episodio que es el centro de esta novela) ha prendido fuego a la casa estando él mismo, los animales y la familia dentro.
Desde luego, no sólo en la etnología busca Pavese la clave de esta desesperación autodestructora: el trasfondo social de los valles de una pequeña propiedad atrasada está representado aquí en sus diversas clases con el fin de dar un panorama completo propio de la novela naturalista (es decir de un tipo de literatura para Pavese tan opuesta a la suya, que se creía en condiciones de recorrer su territorio y apropiárselo). La juventud del expósito es la de un servitore di campagna (sirviente rural), expresión cuyo significado pocos italianos conocen, como no sea -esperamos que por poco tiempo- los habitantes de algunas zonas pobres del Piamonte: un escalón por debajo del asalariado, el mozo que trabaja para una familia de pequeños propietarios o aparceros y recibe sólo alimento y el derecho de dormir en el henil o en el establo, más una mínima paga por estación o por año.
Pero identificarse con una experiencia tan diferente de la propia es para Pavese sólo una de las tantas metáforas de su tema lírico dominante: la de sentirse excluido. Los mejores capítulos del libro cuentan dos días de fiesta: uno vivido por el muchacho desesperado que se ha quedado en casa porque no tiene zapatos, el otro por el joven que debe conducir el coche de las hijas del amo. La carga existencial que en la fiesta se celebra y se desahoga, la humillación que busca su desquite, animan estas páginas en las que se funden los diversos planos de conocimiento en los que Pavese despliega su investigación.
Una necesidad de conocer había impulsado al protagonista a regresar a su tierra; y podríamos distinguir por lo menos tres niveles en los que se desarrolla su investigación: nivel de la memoria, nivel de la historia, nivel de la etnología. Hecho característico de la posición pavesiana es que en estos dos últimos niveles (histórico-político y etnológico) hay un solo personaje que hace de Virgilio para el narrador. El carpintero Nuto, clarinetista en la banda municipal, es el marxista de la aldea, el que conoce las injusticias del mundo y sabe que el mundo puede cambiar, pero es también el que continúa creyendo en las fases de la luna como condición de las diversas operaciones agrícolas y en las hogueras de San Juan que «despiertan la tierra». La historia revolucionaria y la anti historia mítico-ritual tienen en este libro la misma cara, hablan con la misma voz. Una voz que es sólo un refunfuño entre dientes: Nuto es la figura más cerrada y taciturna que quepa imaginar. Estamos en las antípodas de cualquier profesión de fe declarada: la novela consiste enteramente en los esfuerzos del protagonista por extraer a Nuto cuatro palabras. Pero sólo así Pavese habla verdaderamente.
El tono de Pavese cuando alude a la política es siempre quizá demasiado brusco y tajante, de encogimiento de hombros, como de quien lo ha entendido todo y no se molesta en gastar más palabras. Pero no había sido entendido mida. El punto de sutura entre su «comunismo» y su recuperación de un pasado prehistórico y atemporal del hombre está lejos de haber quedado claro. Pavese sabía bien cómo manejar los materiales más comprometidos con la cultura reaccionaria de nuestro siglo: sabía que hay algo con lo que no se puede bromear, y es el fuego.
El hombre que ha vuelto a su tierra después de la guerra registra imágenes, sigue un hilo invisible de analogías. Los signos de la historia (los cadáveres de partisanos y de fascistas que de vez en cuando todavía bajan las aguas del río) y los signos del rito (las hogueras de malezas que se encienden cada verano en lo alto de las colinas) han perdido su significado en la lábil memoria de los contemporáneos.
¿Cómo ha terminado Santina, la bella e imprudente hija de los amos? ¿Era verdaderamente una espía de los fascistas o estaba de acuerdo con los partisanos? Nadie puede decirlo con seguridad, porque lo que la guiaba era un oscuro abandonarse al vértigo de la guerra. Y es inútil buscar su tumba: después de fusilarla, los partisanos la habían envuelto en sarmientos de viña y habían prendido fuego al cadáver. «Al mediodía no era más que cenizas. El año pasado todavía quedaban las huellas, como las de una hoguera.»
[l966]